El golpe egipcio

  Publicado en revista Qué Pasa, El País 

EL Golpe 1

Dos años y medio después de echar al dictador Hosni Mubarak, Egipto vive una nueva revolución. Solo que esta vez el clamor popular y las fuerzas armadas han derrocado al primer presidente egipcio elegido democráticamente.

El Tamarod

Rojo. Este es el color del Tamarod –revuelta en árabe– y de las centenares de miles de tarjetas que los manifestantes le sacaron al presidente Mohamed Mursi  el domingo 30 de junio, cuando se cumplía un año de la asunción del primer mandatario egipcio elegido democráticamente. Esta fecha era también la elegida por los jóvenes activistas de la organización Tamarod para exigir su expulsión.

Dos días antes, los primeros manifestantes empezaban a llegar a plaza Tahrir, el epicentro de la revolución del 2011 y el símbolo de la primavera árabe. El rojo, negro y blanco de las banderas que empezaban a brotar contrastaban con la pátina ocre que envuelve la ciudad y recuerda la cercanía del desierto. La enorme explanada, rodeada de edificios de arquitectura europea, todavía presenciaba los cotidianos atascos de El Cairo. Y los bocinazos de los viejos Fiat destartalados marcaban el ritmo de los cánticos de los manifestantes reunidos bajo el escenario. “Erhal, erhal, erhal”. “Andate, andate, andate”.

La crisis económica que asola el país desde hace tres años era el combustible que la chispa de la islamización de las instituciones terminó por encender. La caída de los ingresos por la explotación del gas, la huida de los inversores extranjeros pero, sobre todo, la debacle del turismo debido a la inestabilidad terminaron de noquear a una sociedad ya golpeada. Y en este contexto fue que hacia finales del 2012 Mursi se otorgó por decreto poderes que le daban una mayor independencia. El rechazo por gran parte de la gente logró revertir la deriva autoritaria y socavar la popularidad de un presidente que había sido elegido en las urnas con más del 50% de los votos.

A finales de abril de este año un grupo de jóvenes activistas reunidos bajo el nombre Tamarod lanzaban una campaña para recoger 15 millones de firmas, dos más que los votos obtenidos por el presidente, para pedir su renuncia. El sábado previo a la movilización, el portavoz de la organización, Mahmud Badr, anunciaba que habían alcanzado 22 millones de firmas y que ese domingo se pondría el punto final al gobierno islamista.

Llegó la hora del Tamarod y el pueblo respondió con masivas manifestaciones en todo el país. Infinidad de banderas egipcias tapizaron los centros neurálgicos de El Cairo, Alejandría, Asuán y las principales ciudades del país y las tarjetas rojas empezaban a encarnar el símbolo de una nueva revolución a orillas del Nilo. En El Cairo centenares de miles de personas atiborraron plaza Tahrir y las inmediaciones del Palacio Presidencial.

“Queremos a un presidente que ame a su país, y Mursi no ama a los egipcios”, afirmaba Ahmed Gamal, un estudiante de ingeniería de 23 años. “Estaremos aquí hasta que se vaya”, remataba mientras helicópteros militares sobrevolaban plaza Tahrir, abucheados por los manifestantes. “La sociedad necesita comer y no sus políticas demasiado radicales”, afirmaba Martha, una mujer de 40 años que había acudido a la plaza con su marido. “Somos fervorosos creyentes y esperamos el milagro de que Mursi se vaya”. Sin embargo, esa misma noche un portavoz de la presidencia, Omar Amer, dijo: “El presidente sabe que ha cometido errores y está trabajando para solucionarlos”. Esa noche finalmente el milagro no se dio.

 

El ultimátum

Blanco. A la mañana siguiente, los diáfanos toldos de los campamentos que algunas organizaciones instalaron en el cantero central de plaza Tahrir contrastaban con la espesa capa de mugre que cubría el suelo. Tras el Tamarod, El Cairo retomaba lentamente el pulso de la rutina y algunas tiendas volvían a levantar sus persianas metálicas. Las calles que pocas horas antes habían sido inundadas por riadas de manifestantes volvían a ser ocupadas por los autos desenfrenados. Mientras tanto, Mursi seguía en silencio.

Hacia las cinco de la tarde, en los televisores de Egipto apareció el semblante serio del Comandante en jefe del ejército y Ministro de Defensa egipcio, Abdel Fattah al-Sisi, anunciando un ultimátum a las fuerzas políticas del país para encontrar una solución a la crisis política. “Si las demandas del pueblo no son cumplidas en las próximas 48 horas, será de incumbencia de las fuerza armadas anunciar una hoja de ruta para el futuro. La gente ha expresado su voluntad con una claridad sin precedentes y desperdiciar más tiempo solo aumentaría la división y la violencia”, afirmó.

Un estruendo resonó por las ciudades. Esas declaraciones fueron acogidas con gritos, vítores y bocinas y fueron tomadas por gran parte de la población como un mensaje de apoyo a sus reivindicaciones. En seguida, decenas de miles de personas se lanzaron con nuevo entusiasmo a las calles de las principales ciudades del país. Cuando el sol se puso por detrás de los edificios, plaza Tahrir volvió a convertirse en el epicentro de las movilizaciones de todo Egipto, augurando otra larga noche de protestas. “Amamos a Al-Sisi y a nuestro ejército”, afirmaba Amany, una contadora de 40 años, mientras la gente aclamaba los helicópteros del ejército que sobrevolaban con enormes banderas rojas, blancas y negras.

Sin embargo, una sombra empezaba a opacar los colores de la plaza. Desde la noche del viernes, habían empezado a registrarse los primeros casos de acoso sexual contra las mujeres que acudían a la concentración. “No es fácil hablar de ello, pero hemos decidido hacerlo para denunciar lo que está pasando”. Desde el sillón de su casa, una periodista italiana explica el acoso sexual que había sufrido junto a una amiga inglesa. Hacia las ocho de la noche, cuando se encontraban en la desembocadura de la calle Mahmoud en plaza Tahrir, de repente se vieron rodeadas de una decenas de hombres que las arrastraron aprovechando la muchedumbre hacia un punto más oscuro de la calle. La periodista italiana fue manoseada por los hombres hasta que cayó al suelo. “En ese momento apareció una mano que me rescató y logré escapar”.

Durante los tres primeros días de manifestaciones, en plaza Tahrir se registraron al menos 91 casos de violaciones, según las organizaciones contra el acoso sexual. Mariam Kirollos, activista de OpAntiSH, afirmaba que “hay indicios de que algunos de estos casos están organizados, aunque no se puede probar”.

“Esto no es una agresión sexual, es pura violencia”, afirmaba la periodista italiana, que recuerda como media hora después recibió una llamada que le avisaba de que su amiga inglesa se encontraba en una ambulancia rumbo al hospital. La joven había sido arrastrada hacia un callejón por una treintena de hombres que le desgarraron la ropa y le produjeron cortes en todo el cuerpo. Unos clientes de un café consiguieron rescatarla y finalmente, a pesar de la presión de la muchedumbre, la joven logó escapar en una ambulancia.

El miedo a esas violaciones no evitó que muchas mujeres se volcaran a Tahrir para pedir la dimisión del presidente. Esa misma noche, Mursi afirmaba en un comunicado que no iba a dimitir.

La caída

Negro. El carbón de las shishas -pipas de agua- se encendía a cada inhalación. Un puñado de hombres, sentados en la vereda de un bar a cinco cuadras de plaza Tahrir, fumaban y tomaban café delante de un enorme televisor a la espera del anuncio. A las cinco de la tarde se acababa el ultimátum de 48 horas que el ejercito había dado al presidente para resolver la crisis política que había mantenido en vilo al país durante los últimos tres días. Sin embargo, cuando llegó la hora la pantalla del televisor siguió transmitiendo imágenes de archivo. Con el pasar de los minutos, las varias decenas de hombres que habían acabado ocupando todas las sillas de plástico empezaron a dispersarse. El anuncio no llegó.

En ese mismo momento las fuerzas armadas empezaban a ocupar las principales avenidas, puentes y oficinas estatales. Los militares, que recorrían la ciudad en vehículos acorazados, saludaban a la muchedumbre con la V de la victoria, mientras los helicópteros sobrevolaban el cielo de plaza Tahrir exhibiendo enormes banderas egipcias, lo que fue interpretado por la gente como la caída del gobierno.

A la 9 de la noche finalmente el comandante de las fuerzas armadas de Egipto, el General Fattah al-Sisi, anunció la caída de Mursi. Rodeado de los líderes de las diferentes confesiones religiosos del país y de los partidos políticos de la oposición, Al-Sisi anunció la suspensión temporal de la Constitución, lo que equivalía a un golpe militar contra un gobierno elegido en las urnas.

Un estruendo de alegría estalló en las calles. En plaza Tahrir el cielo se iluminó con los colores de los fuegos artificiales, mientras cientos de miles de personas explotaron eufóricamente. Cientos de vendedores ambulantes exhibían con entusiasmo globos, silbatos y camisetas con enseñas nacionales, mientras los carritos de higos de tuna y altramuces no daban abasto. “No puedo contener mi felicidad”, afirmaba Youssef Fawzi, un ingeniero eléctrico de 29 años que en la frente llevaba pintado en rojo el mensaje Larga vida para Egipto. “Estaré festejando por las calles hasta el amanecer”, gritaba mientras alcanzaba a sus amigos. Algunos metros más adelante, Fathy Snour, un profesor de primaria de 50 años, caminaba junto sus hijos hacia la plaza. “Quiero que mis niños vivan en paz. Este es un momento muy importante para nuestro país. El Islam es para todos, no solo para un partido”.  Mursi había sido destituido.

El día después

Verde. Hacia las diez de la mañana del jueves, las banderas del Islam flameaban en torno a la mezquita Raba al Adiwiya, donde desde el día del Tamarod los seguidores del presidente permanecían concentrados. A esa misma hora Adly Mansour, el hasta entonces jefe del Consejo Constitucional egipcio, juraba como presidente interino de Egipto, en una ceremonia televisada rodeado de los principales militares, religiosos y políticos de la oposición. “Juro proteger el sistema de la República, respetar la Constitución y la ley, y guardar los intereses de la ciudadanía”, juraba solemnemente el sucesor de Mursi.

El Cairo había amanecido en paz. Tras la larga noche de festejos las calles  recuperaban la normalidad. Las tiendas, que habían permanecido cerradas durante las manifestaciones, volvían a abrirse, los expositores de ropa inundaban nuevamente las principales calles del centro, mientras el sonido de las vuvuzelas y silbatos dejaban lugar a las bocinas del día a día del caótico tráfico de la ciudad más grande de África.

Los seguidores del presidente recientemente depuesto, sin embargo, seguían atrincherados en los alrededores de la mezquita Raba al Adiwiya, en el barrio dormitorio de Ciudad Nasr, al este de El Cairo. Si bien el clima era distendido, en las caras de los manifestantes, casi todos hombres, se filtraba la tensión del momento. “Estamos muy enfadados porque el General Al-Sisi ha ignorado el resultado de elecciones democráticas”, afirma Hasan Hasn, un veinteañero integrante de los Hermanos Musulmanes. “Creemos que la revolución de la gente ha sido robada”. Poco más adelante, los gritos desgarradores de una mujer llamaban la atención de los presentes. “Los de Tahrir son unos mercenarios, se han vendido por pocas libras esterlinas”, se lamentaba Siem Abdil Kadr, una ama de casa de 63 años que expresaba con furor su indignación y citaba a todos para el día siguiente. El “viernes del rechazo”.

Tras el rezo del mediodía, centenares de miles de simpatizantes de Morsi se sumaron para rechazar el golpe militar y exigir la restitución del cargo a su líder. “No le tenemos miedo, porque ellos son nuestro ejército”, afirmaba Mohamed Yhia, un ingeniero de 33 años, responsable de la seguridad de la protesta que se estaba llevando a cabo delante de los vehículos militares acorazados desplegados en un lado de la avenida principal de Ciudad Nasr. Delante suyo, una veintena de chicos con cascos de obrero y chalecos de kung-fu gritaban en dirección a los uniformados consignas en contra del General Al-Sisi, considerado un traidor. “Matadnos, pegadnos, punidnos, pero nosotros no pararemos hasta que vuelva Morsi”, coreaban también los jóvenes, sosteniendo unas pancartas e imprecando contra los helicópteros militares que sobrevolaban la zona sin parar.

“Nosotros nos quedaremos aquí hasta que nos restituyan a nuestro presidente”, concluía Gita, mientras a su lado pasaban unos hombres cubiertos de cabeza a pies por el kefan, la túnica blanca que en la tradición islámica sirve para envolver a los muertos antes de ser enterrados. Algunos hombres, agachados en alfombras tiradas en el suelo, volvían en seguida a la lectura del Corán. Entre un grupo y otro, algunos chicos componían sobre el asfalto leyendas con piedras y arena. Una de ella rezaba: “Mártires de la legalidad”.

Mientras, sobre la plaza Tahir, los aviones militares acrobáticos dibujaban durante la tarde corazones en el aire con los colores rojo, blanco y negro y los helicópteros hacían ondear las banderas egipcia y de las fuerzas armadas, en un clima festivo. Sin embargo, a la noche, en las cercanías del puente 6 de Octubre, que conduce a la emblemática plaza, se producían enfrentamientos entre opositores de Mursi y sus simpatizantes, que aumentaban el número de muertos y heridos en todo el país durante los últimos días.

Caminando de regreso de la plaza Tharir, Hani Shaban, un ingeniero agrícola de 26 años, resumía la situación. “No estoy a favor ni en contra de unos u otros, solo le pido a Dios que ayude a nuestro país. Tengo miedo por lo que pueda pasar pero no va a haber una guerra. Los egipcios somos hermanos”. Unos hermanos que en este momento ven el futuro de su país de distinto color.

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